El Bosque Animado(c.1) by Wenceslao Fernandez Florez

El Bosque Animado(c.1) by Wenceslao Fernandez Florez

autor:Wenceslao Fernandez Florez
La lengua: es
Format: mobi
Tags: narrativa_hispana
publicado: 1942-12-31T23:00:00+00:00


ESTANCIA X

PRIMAVERA EN EL PAZO

Los perros del pazo ladraron, y poco después entró un criado en el gabinete.

—Está ahí el loco de Vos.

La señora D'Abondo alzó los ojos de la labor, pero fue su cuñada, Emilia, la que dijo:

—¿Qué quiere?

—¿Qué ha de querer? Si no ve a la señora, no se marcha. Hoy le trae una ternera.

—¡Infeliz!

La sobrina que pasaba unos días en el pazo quería retirarse, asustada. Javier, que se asomó a la puerta al oír el anuncio del criado, la vio levantarse, pronta a huir, pero tía Emilia la retuvo, asegurándole la perfecta inocuidad del visitante. Javier se rió de aquel miedo y entonces su madre le vio y dispuso con su voz severa:

—Vete a estudiar.

El loco de Vos entró con una sonrisa en su cara llena de arrugas y cogió el borde del sombrero con su mano dura de labrador. Le perturbaba la manía de ser un gran señor y de tratar a grandes señores, y a los que tenía por tales los visitaba las pocas veces que conseguía burlar la vigilancia de la familia y apoderarse de algo que llevar como presente, porque entendía que no era propio de un prócer presentarse en ninguna casa con las manos vacías.

La gente devolvía después estos regalos, con la única excepción de un caballero que veraneaba en Fraís, que había degollado y comido con despreocupada alegría los dos pollos de un regalo del loco.

—¿Cómo te va? —preguntó tía Emilia, con la cabeza inclinada sobre la costura.

—Pues... —habló el viejo— tanto tiempo hace que no tienen el gusto de verme, que dije yo: «Voy a dar una vuelta por el pazo».

—Estábamos en ascuas —aseguró doña Emilia.

—Ahí, abajo, dejé una ternera...

—¿Para qué te molestas, Manuel?

—Yo quería traerles los bueyes —explicó él confidencialmente—, pero hubo algunas dificultades. Uno de estos días los tendrán aquí y vendré yo con ellos.

—Gracias, Manuel —aceptó doña Emilia, que sabía cómo seguir su locura—; nosotras pensábamos también regalarte la fachada del Obradoiro de la catedral de Santiago.

—Inútil —rechazó él, melancólicamente—; no tengo sitio en casa. Ahora vivo con mis hermanos y no me dejan expansionarme.

—Entonces te mandaremos la intemerata y el remondadientes.

—Eso es otra cosa —opinó el loco después de meditar un momento.

Y enardecido por aquella promesa comenzó a decir que siempre había pensado legar sus bienes de América a los señores D'Abondo y que, en verdad, no existía razón alguna para demorar ni un momento la realización de una idea tan distinguida. Tía Emilia le estimuló a marcharse inmediatamente a hablar con un notario, y el viejo sonrió con indulgencia, como quien oye hablar a un niño de asuntos que están fuera de su comprensión.

—¿Marcharme? No hace falta. ¿No sabe que puedo resolverlo todo desde aquí?

—¿Es posible?

—Desde aquí o desde donde quiera. Entonces, señoras, ¿para que está el teléfono? Yo llevo siempre el teléfono conmigo. Verán. ¿Dan ustedes permiso?

—Damos, Manueliño, damos.

El loco se acercó a la pared, apoyó en ella su mano cerrada como para formar canuto y pegó los labios a los dedos.

—¡Tirriiim! —hizo.

En ese momento se quitó el sombrero que había conservado en la cabeza.



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